Dice Octavio Paz, en su obra Itinerario, que «la democracia es un método de convivencia civilizada... que pide que cada uno sea capaz de convivir con su vecino, que la minoría acepte la voluntad de la mayoría, que la mayoría respete la minoría y que todos preserven y defiendan los derechos de los individuos».
A pesar de las complejas y desafiantes circunstancias que estaba viviendo nuestro país tras el ascenso de la extrema derecha en algunos de nuestros ayuntamientos y gobiernos autonómicos, el domingo pasado tuvimos de nuevo la enorme responsabilidad, pero también el gran privilegio, de participar con nuestro voto en unas elecciones generales, definidas como de las más relevantes en la historia de nuestra democracia.
Las elecciones son siempre la gran fiesta de la democracia. Cada jornada electoral es un triunfo de los derechos y libertades frente a teocracias, dictaduras y oligarquías. Es una fiesta en la que se entremezcla lo profano y lo sagrado. Porque sagrado es todo aquello que merece un respeto excepcional, con independencia de su naturaleza religiosa o laica, que no debe ser ofendido, y que debe ser preservado, porque es imprescindible para nuestra convivencia, y profano porque a la vez se vive como algo ordinario en nuestro camino, que busca satisfacer nuestras necesidades materiales a través del poder y el liderazgo, y que con sus reglas, contradicciones y promesas, estimula nuestras esperanzas.
Cada jornada electoral me emociona y me recuerda la ilusión que sentimos al participar en las primeras elecciones democráticas, tras una larga dictadura, y que tanto esfuerzo costaron. Es la ilusión que sentí de nuevo siempre que tuve el privilegio de ser observadora electoral en países que saliendo de una dictadura habían convocado sus primeros comicios.
Recuerdo especialmente en Kirguistán, el año 2010, siendo jefa del gobierno provisional de la diplomática Roza Otumbáyeva. Una emocionante ceremonia de apertura de los colegios electorales, con el objeto de evidenciar el respeto debido y la relevancia del momento para la convivencia, resaltaba el cariz sagrado de unas elecciones democráticas. Una experiencia que recomiendo con pasión a cualquier demócrata, porque es en el respeto y la ilusión que pueden generar unas elecciones, donde radica su fuerza de seducción. Por eso los dictadores que, como decía mi colega Paco Sosa Wagner, fusilan las ilusiones antes que a las personas, las prohíben.
Las personas de bien cuidan las formas y las palabras, buscan acuerdos sensatos que beneficien a toda la población. Lo contrario genera división. El respeto es la base de toda convivencia, porque, sin ésta, no es posible avanzar en la solución de los grandes problemas que nos preocupan.