Estoy de vacaciones, seguramente de manera inmerecida. Y antes de irme hice dos cosas. La primera escribir este artículo, la segunda votar, aunque no por este orden, evidentemente. Para usted, hoy, opinión y reporterismo en primera persona. Menudo vía crucis. Mi voto tendría que valer por dos, no por nada, sino por el empeño y el esfuerzo, las horas invertidas, la frustración contenida, la gasolina consumida y las sudoraciones emitidas. Cuesta creer que nadie imaginara que habría tal necesidad de voto por correo. Vaya por delante que no hay nada que reprochar a los profesionales del servicio público postal, todo lo contrario. Pero lo cierto es que sumar mi voto me ha costado sangre, sudor y lágrimas. Me ha llevado casi diez días y cinco visitas a diferentes oficinas de correos. Una para pedir el formulario, otra para entregarlo, tras visitar una que no tenía atención al cliente, otra para preguntar dónde estaba mi sobre y la última para depositar la papeleta. Mientras, tuve que esperar varios días que llegara, infructuosamente, el sobre a la oficina. No hubo varios intentos, con uno se cubrió el expediente. En fin, que no cabe duda de que nuestro sistema puede que sea seguro, pero es rancio de narices y propio del paleolítico inferior. En un mundo rodeado de inteligencia artificial, todavía votamos como tontos, con la manita y el sobre.
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