L as voces que reclaman la necesidad de políticas de austeridad se van alzando. El ministro de Finanzas alemán, Christian Lindner, es el exponente genuino de esa petición: volver a los preceptos fiscales de la Gran Recesión. Unas reglas que, además, no se han cumplido nunca: comenzando por Alemania y Francia, que superaron negativamente todos los parámetros –déficit público, deuda pública–, pero sin penalizaciones para ese incumplimiento. Algo muy distinto se exigió a los países del sur de Europa.
En efecto, las medidas fiscales que se aplicaron durante la crisis financiera fueron pro-cíclicas, letales para la recuperación económica, y se cebaron, sobre todo, en los países del sur, con números demoledores e incontrovertibles. Recordemos telegráficamente: caídas del PIB, incremento del paro, pérdidas salariales, deflación, déficits comerciales y presupuestarios, aumento de la desigualdad. Un mosaico de indicadores que empeoraron la situación de miles de familias y empresas. Y también de los propios gobiernos que los impulsaron.
La crisis vírica cambió la forma de actuar: con más laxitud, mayor flexibilidad. Una coordinación ajustada entre política monetaria y política fiscal. El resultado: una recuperación más rápida y sólida, a raíz de la aplicación de estrategias económicas más expansivas, de carácter contra-cíclico. Todo esto ya es bien sabido, igualmente con datos irrefutables. Pero ahora, nos enfrentamos a la obcecación de siempre, por parte de la economía más ortodoxa: la recuperación de la idea de la austeridad.
Conviene considerar datos importantes: en la Unión Europea, la disparidad en el mapa de la inflación es notable: desde el 1,9 % de España, hasta el 6,8 % en Alemania, un gap que está condicionando muchísimo la actitud del Banco Central Europeo. La inflación europea tiene una parte de su causa en los márgenes empresariales, y no en una tensión de demanda y/o incremento del consumo (esto lo están diciendo el Banco Central Europeo y el Banco de España; también el reciente informe del Observatorio de Márgenes Empresariales, en el que colaboran el Ministerio de Economía, el Ministerio de Hacienda y el Banco de España).
Por otro lado, los epicentros sobre los que inciden los defensores del retorno a la austeridad son los severos controles sobre el déficit y la deuda. Los símiles que se ponen sobre la mesa son harto conocidos: trabajar la economía pública como si fuera la de una familia, establecer el rigor en las cuentas públicas –haciendo sinónimo el vocablo «rigor» con un recorte efectivo del gasto público–, reducir el déficit y la deuda a los parámetros marcados por el Tratado de Maastricht y, a su vez, tener la inflación entorno al 2 %. ¡Y mantener algunas inversiones! Un encaje de bolillos.
Pero la austeridad, aplicada en coyunturas de gran dificultad, ha inferido presupuestos más equilibrados, pero con economías dislocadas. Y, en el medio plazo, con corolarios de enormes dificultades que afectan la propia sostenibilidad financiera de las cuentas públicas. Es una posología tóxica, ya conocida, ya sufrida, que provoca dolor, malestar, depresión, tristeza. Y retraso económico.