En una de las grandes manifestaciones del invierno de 2003 contra la guerra de invasión de Irak, una abuelilla enarbolaba un cartel de manufactura casera que rezaba: ‘Matar es pecado'. Aludía al quinto mandamiento, el más breve, conciso y categórico: ‘No matarás'. Así, tal cual. Hoy, en vísperas de unas elecciones particularmente decisivas, cabría apelar, acudiendo también a esa básica relación cristiana de preceptos morales, al octavo título de la misma, casi tan breve, conciso y categórico como el quinto: ‘No darás falsos testimonios ni mentirás'.
Se sabe que la mentira es un arma política, y en campañas electorales, más, pero en éstas la tradición circunscribía la mentira mayormente a la esfera de las promesas que no se habrían de cumplir. Una mentira, como si dijéramos, por adelantado, y, por lo demás, asumida con más o menos asco como parte del folclore electoral. Ahora, sin embargo, esa tradición se ha quebrado y ya no se miente sobre lo por venir, sino, con todo el descaro del mundo, sobre lo pasado. Aunque lo de no mentir trasciende de la órbita cristiana y es un mandato universal de pura higiene moral y social que concierne a todos, sea cual fuere el credo de cada cual, no sería descabellado suponer que quienes profesan ese credo concreto que tanto concreta en su artículo octavo el mandamiento, habrían de ser los más obligados a cumplirlo, siquiera por pundonor.
Ni su partido votó a favor de la subida de la pensiones conforme al IPC, ni cuando gobernó las subió en relación a él, ni Pedro Sánchez ha gobernado con Bildu, ni el Gobierno obstruyó la investigación del caso Pegasus de espionaje, ni con el voto por correo pasa nada raro, ni.... Pero, estando tan feo lo de mentir a calzón quitado en campaña, más feo pinta semejante debilidad en alguien con aspiraciones de gobernar un país, una cosa para la que se necesita algún crédito. Repase, pues, el señor Feijóo el octavo mandamiento, repáselo.