Una excavadora derribó este martes la torre de vigilancia del cuartel de Son Simonet, en la carretera de Valldemossa (Palma). Aquella mítica atalaya de estilo medieval era uno de los símbolos de una vida militar que se congeló en el año 2000, poco después de que Aznar aboliera la mili. En el recinto donde miles de españoles pasaron uno de los mejores años de su juventud, una promotora inmobiliaria levantará ahora 215 pisos. Por eso, vale la pena rescatar algunas historias de la ‘puta mili' que se tejieron entre esos muros.
El gaditano Antonio Carlos Blanca tiene ahora 67 años y cumplió un año de servicio militar en Son Simonet. No fue un año cualquiera: 1977, en plena transición democrática. Él estaba afiliado al PCE clandestino y le cogió la legalización del partido –el Sábado Santo Rojo– en Palma: «Poco se pudo celebrar aquel 9 de abril de 1977. La cosa no pasó de tomarnos unos cubatas con los colegas de Euskadi y Catalunya. Era la época de ‘ruidos de sables' dentro de las tapias de los cuarteles y los mandos decoraban sus oficinas con retratos de los vencedores de la Guerra Civil».
Antonio recuerda aquel año como si fuera ayer. Todavía habla con sus compañeros de entonces y recuerdan anécdotas. Entre ellas destaca dos. La primera es el día que se presentó en el cuartel el patriarca gitano del barrio de Corea con una joven visiblemente embarazada preguntando quién era el padre del futuro bebé. Los presentes temían que se realizara una rueda de reconocimiento cuando, de repente, «la moza reconoció que a veces mantenía relaciones íntimas a cambio de dinero o regalos». «Al final, el patriarca y la moza salieron del cuartel en estampida, mientras ella recibía azotes de la vara de nardo en las posaderas y el patriarca le gritaba: ¡Me has dejao en feo! ¡Me has dejao en feo!».
Otro día, de madrugada, uno de los soldados de las garitas de guardia gritó: «¡Un ovni!, ¡un ovni!». Aseguraba que los marcianos habían aterrizado en el descampado de enfrente. «Se armó tal revuelo que despertó a medio cuartel. Poco faltó para movilizar a todo el Ejército de Tierra y sacar las tanquetas a la calle». Enseguida se dieron cuenta de que el soldado estaba borracho. Lo pusieron a dormir la mona en el calabozo y estuvo un mes limpiando «perolas y letrinas». Antonio reconoce que allí «quien no estaba borracho, estaba de resaca».
Además del alcohol, los soldados usaban la vía de escape de la operación de fimosis. Solicitaban someterse a esta intervención médica para librarse de trabajos durante un mes. Los que tenían más suerte pasaban la recuperación en casa.
Antonio creó un vínculo con el cuartel y con Mallorca que ha mantenido toda la vida: «Haciendo honor a la verdad, tengo que reconocer que mi paso por filas no fue tan malo. Aquel era un buen destino de mili. Tengo muy buenos recuerdos de aquella cosmopolita y acogedora ciudad, con sus palmesanos/as recibiendo al foráneo con sus brazos y corazón abierto… Algún día volveré», concluye desde su casa en Cádiz. El martes le envié las fotos del derribo de las naves y la torre del cuartel. Ya estaba al tanto de todo. Sigue muy pendiente de lo que ocurre entre esos muros.