Ahora todos sabemos la diferencia que existe entre un submarino y un sumergible, pero para ello han tenido que morir cinco personas. Al menos es algo que no cuesta memorizar. Que un día de septiembre de 2001 aprendiéramos que el acero se funde a 1.500 grados costó cosa de tres mil vidas, pero yo mismo he tenido que buscar hace cinco minutos el dato en internet para confirmarlo porque ya no estaba del todo seguro. Chernobil, Fukushima... Hay algunos lugares que solo somos capaces de situar en el mapa –y aun así un tanto a ojo– gracias a las calamidades de las que han sido escenario. Ya no hablemos de Wuhan, de la que antes de saber incluso cómo se escribía aprendimos que tiene un laboratorio y un mercado. Pero para tragedias con épica, ninguna como las de una buena guerra.
Waterloo no es ni siquiera un pueblo de paso y está en todos los libros de Historia igual que Nagasaki, que no ha pasado nunca de ser una ciudad de mediano tamaño y poco que ver. De algunos de esos lugares habríamos olvidado ya el nombre que le pusimos si en ellos no hubiera víctimas cercanas a las que recordar. A los pocos días del accidente del Yak-42 en el que perdieron la vida 62 militares españoles descubrimos que para nosotros Trabzon había sido siempre Trebisonda y así volvimos a referirnos a ella para quedar bien. Por entonces, aquí en España todavía había gente dispuesta a matar precisamente por que los nombres de sus pueblos no se tradujeran al español.