Se nos viene encima una campaña electoral que se presume feroz, guerracivilista, de mucha traca y abundantes gases tóxicos; una campaña maniquea, polarizada entre el bien, el mal y la utilidad del voto salvador, donde no tendrán cabida los programas sino las consignas, los desplantes, los logros, los bulos, el lenguaje retorcido, las falsas noticias y los brindis al sol. Y todo muy en Berlanga, como nos es habitual.
La quiebra, aun parcial e incompleta, del bipartidismo, con la aparición de flecos radicales a diestra y siniestra, ha venido a perturbar, y de qué manera, el remanso calmo, sosegado y autocomplaciente en el que se ha mecido la alternancia entre los dos grandes partidos. Y eso, por sí mismo, es bueno porque no se puede avanzar sin agudizar las contradicciones, que las hay de sobra dado el origen de nuestro actual sistema político.
Veremos cómo los dos grandes partidos políticos, forzados por sus respectivos flecos radicales, se moverán entre la necesidad de satisfacer a su público y la de repudiar a la novia de toda la vida, a la que tanto quieren, y que ahora les resulta incómoda por tan atrevida y descocada. Tal lo que estamos viendo, en estos días, con los pactos PP-Vox.
Veremos a una ultraderecha envalentonada en su crecimiento, enseñando liga, bragas y vello púbico si llega el caso. Y veremos también, al fin, lo nunca visto: la unión de todas las izquierdas, motivadas por el afán de que este país no retroceda, una vez más, hasta el Concilio de Trento.