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El submarino de los millonarios

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Está en todas las portadas, se le dedican artículos y condolencias. Cinco millonarios han muerto jugando a los submarinos. Iban a ver el famoso Titanic hundido (la mercantilización del mundo y de la vida llega ya al espacio y al fondo de los mares) y les falló al caro juguete. Caro, carísimo: cada pasaje para echarle una ojeada al pecio costaba un cuarto de millón de dólares.

Casi simultáneamente, y por enésima vez, docenas de personas migrantes morían ahogadas en el Mediterráneo, aquí mismo. Los naufragios de pateras son ya una crónica menor, rutinaria y amoral en nuestros noticieros, que nos cuentan cómo murieron hombres, mujeres y niños como quien da el parte del tiempo; y peor aun, en el mismo noticiario determinados políticos avisan de que dejarán morir en el futuro a cientos o miles de inocentes más, que lo de salvar vidas no va con ellos (es lo que pasa cuando normalizas a la extrema derecha: que acabas normalizando el asesinato).

En el submarino hacían turismo de lujo cinco individuos que conforman un arquetipo bien conocido: burgueses millonarios, varones aventureros caprichosos, y, si no fuera por el pakistaní a bordo, también blancos. Son los mismos burgueses blancos y ricos que buscaban fama, gloria y emociones explorando (eufemismo para preconquistar) África en el siglo XIX y ser el primero en llegar al río X, o que intentaban cruzar algún océano volando en solitario, escalar alguna montaña helada, ir de continente a continente en una balsa de troncos o batir algún récord de velocidad con los entonces novedosos automóviles (hoy hacen el París-Dakar, también conocido como «el rally de los dentistas»). Reputación, exclusividad, placer y victoria son los sueños, más bien infantiles, de quienes lo tienen ya todo y sólo les queda alimentar su ego; sueños muy distintos de los que buscan un techo, comida y salud y educación para sus hijos.

Hay un profundo etnocentrismo en todo ello: Lo que ocurre en Occidente es una tragedia, lo que ocurre en sitios como Argentina o Turquía es triste, y lo que ocurre en el resto del mundo, incluido el Estrecho, son «cosas que pasan». Para el primer mundo, el submarino de aventureros tiene más glamur que la patera de necesitados.

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