Mediados de junio. Llego a Palma. El aeropuerto se ha transformado en una discoteca loca. Hay tanta gente que da la impresión de que va a desbordarse de un momento a otro. Habrá una explosión de voces, gritos, onomatopeyas y sonidos guturales. Estoy segura de que podrían darnos el premio al aeropuerto más ruidoso de Europa.
He estado en distintos aeropuertos. Algunos mucho más grandes que el nuestro, pero jamás he notado el estrépito que, cuando llega el buen tiempo, resuena en el de Palma.
Conclusión: los turistas vienen desde el minuto cero programados para unas vacaciones ruidosas. Los más jóvenes suelen cargar sus provisiones de bebida en el mismo recinto aeroportuario. Bajan del avión y empiezan a beber cerveza. Es un extraño mecanismo que me resulta inquietante. Sonríen o ríen a carcajadas desagradables y sonoras al comenzar su verano. Nadie habla del grado de contaminación acústica que hay en nuestra Isla. Podría ser un tema interesante. Es un tema que me sorprende especialmente con los alemanes. Siempre que he viajado a Alemania -bastantes veces a lo largo de mi vida, por cierto-, me ha llamado la atención el silencio de sus calles. No se oyen cláxones de coche, ni voces elevadas, ni ruidos inoportunos. Las primeras veces, siendo bastante joven, me parecía increíble esa serenidad ambiental.
Me gustaría saber qué elemento hace que los habitantes de las ciudades del norte, civilizadas y silenciosas, empiecen a dar gritos cuando llegan a Mallorca. No tengo ninguna respuesta. En cualquier caso, resulta muy molesto. Propongo que, así como se ponen límites a los conductores que se exceden en velocidad, se pongan multas también a quienes hablan a voz en grito. Hay que poner límites a los decibelios.
Las multas sirven para conseguir con el miedo lo que no se logra por respeto o educación. En nuestro aeropuerto suenan baterías, trompetas y pianos desafinados. Todos a la vez. No nos queda más remedio que tomar medidas. Si seguimos así, en septiembre, todos sordos.