El filósofo Hans Küng ha escrito que «la mentira no es rentable a largo plazo porque mina la confianza» y la confianza es la base de la democracia. Uno de los misterios de la política de hoy es que quienes más mienten resultan más atractivos para el votante. Y quizá esto se deba a que los votantes tienen cierta alergia a oír la verdad: sobre todo si ésta es ingrata o supone esfuerzo y penalidades. En las elecciones, los políticos actúan para ganarlas. Esa intención es lógica y correcta. Pero comienzan las cosas a torcerse cuando se trata de los medios para conseguirlo. Ahí entran las grandes, y muchas veces falsas promesas. Se promete eliminar la pobreza, subir el nivel de vida, pero no se dice cómo.
Se promete mejorar y extender la sanidad pública sin certificar el coste. Se promete una renta básica general de mínimos, pero no se detalla cómo se financiará. Sin embargo, pocas veces se promete acabar con los gastos inútiles de la burocracia pública y otros dispendios innecesarios. No se promete estimular el esfuerzo, el sacrificio, la honradez. Todo lo prometido es bello, gratuito y amable. Pero después de las promesas viene la realidad y ésta es muy distinta. Sin embargo, lo que quieren los ciudadanos son realidades no embustes y promesas.