Siempre se ha dicho que nunca sobreviven dos líderes de ninguna revolución. La historia lo constata. Por eso, seguramente, la mayor parte de los grandes partidos políticos imponen una férrea disciplina a sus miembros y se convierten casi en una secta que, entre otras servidumbres, exigen adorar al máximo líder. Y cuando pintan bastos, no suelen tener remilgos en decapitarlo –metafóricamente, por suerte, en algo hemos evolucionado– para colocar al siguiente reyezuelo. También nos lo enseña la historia. Es ahí donde falla la extrema izquierda. Por cuestiones obvias, cualquiera que se aproxime aunque sea tímidamente al pensamiento libertario más puro rechazará la idea de un líder supremo cuyos preceptos no se pueden ni discutir. Aunque muchos identifican a la extrema izquierda con el comunismo, lo cierto es que en sus premisas fundamentales –el mando y ordeno por encima de todo– son idénticos a la extrema derecha. Ahora, la ensaladilla de partidos, agrupaciones, asambleas y demás grupets que proliferan a la rive gauche del PSOE padecen en sus carnes el mal endémico de la extrema izquierda histórica: la falta de organización, de orden, el guirigay permanente. Pero no creo que se deba a arraigadas creencias anarquistas, sino a algo infinitamente peor: el exceso de ego de quienes aspiran a ocupar la poltrona. Les encanta el foco, la atención, la adoración. De ahí que se atomicen en mil historias diferentes, cada vez más diluidas, más pobres, con menos posibilidades. Del ego enorme de Pablo Iglesias se diseccionó su otra cabeza: IñigoErrejón. Desde ahí han surgido un montón, como la hidra de siete cabezas. La Montero, la Díaz, la Belarra... cada uno con su minuto de gloria mientras la izquierda se desangra.
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