En lo concreto quedarán los cambios de color político en aquellos gobiernos autonómicos o ayuntamientos en los que se haya producido un vuelco electoral o una alianza posterior entre partidos. En el horizonte, lo que quedará será la pugna descarnada entre el PSOE y el PP (Pedro Sánchez y Alberto Núñez Feijóo) para retener el poder o hacerse con él.
Y, en el ambiente, ¿qué quedará en el ambiente? Una herencia lamentable: la sensación de que en España estamos condenados a la división, al enfrentamiento, a la activación de rencores históricos entre izquierdas y derechas. Este malestar de fondo se debe al discurso político tóxico que despliegan las fuerzas políticas situadas en los extremos del espectro parlamentario que en el caso de la extrema izquierda (Podemos) a lo largo de esta legislatura ha hecho suyo Pedro Sánchez. En el caso del PP Alberto Núñez Feijóo ha tratado de alejar el contagio de Vox, pero algunos de sus líderes regionales, en algunas cuestiones, mantienen un discurso cercano.
Los acuerdos del PSOE con Bildu y las concesiones de Pedro Sánchez a los separatistas de ERC han contribuido notablemente a enrarecer la convivencia parlamentaria hasta tal punto que en toda la legislatura se cuentan con los dedos de una mano los acuerdos entre PSOE y PP y sobran dedos. Mucho me temo que si, como apuntan las encuestas, se confirma que Ciudadanos desaparece y Podemos sale tocado, el escenario que se abrirá a partir del próximo domingo será más de lo mismo. O mucho más en términos de crispación, porque si Podemos se juega la supervivencia –volver a la intemperie de la calle tras haber pasado por el Gobierno pisando moqueta ministerial– la tentación será regresar a los orígenes: a la agitación, al ‘no nos representan'. Con un Pablo Iglesias que ahora dispone de mucho tiempo libre y que podría volver a soñar con asaltar los cielos.