Comienza la campaña electoral y ya estamos de nuevo con las epifanías casi holográficas de nuestros próceres, los mítines, las sonrisas en los mercados, las promesas, los anhelos de sorpassos, los debates edulcorados, los codazos nada disimulados y el eterno retorno a todo lo que rime con caña, guadaña o patraña, como decía Alberti. Nada como aprovechar la ocasión para hacer patria. Vuelve, ya digo, el circo electoral con su tramoya de saltimbanquis, payasos, trapecistas con triple red y fieros domadores de pulgas. Un espectáculo que, de tan repetido, es aburrido a más de ajado; un anticipo de lo que nos espera a finales de año, cuando las tracas serán de fiesta mayor en cuanto se corone a la fallera más resultona.
Todo un derroche de oropeles y erario público en busca de ese voto indeciso, dubitativo, indiferente o por estrenar propio de esa minoría aquejada de un trastorno genético, porque aquí ya se nace del Barça o del Madrid, un imperativo biológico que dura hasta la tumba y que tan bien resumen los sevillanos cuando dicen aquello de «Viva er Beti manque pierda». Calderón no podría haber escrito Hamlet porque lo que nos priva es eso del honor y de la honra, sólo referido a las cosas de comer y al fútbol, claro, ya que para el resto tenemos manga ancha. Mientras, entre la inflación, el kilo de judías a ocho euros, las ranas con cantimploras por lo de las sequías, la vivienda por las nubes y del destrozo sistemático de nuestras islas, la cotidianeidad sigue su curso.