Hoy serían El asfalto y La cabina –la primera, de Ibáñez Serrador y protagonizada por Ibáñez Menta; la segunda, de Mercero y protagonizada por López Vázquez– las historias tremendas de alguien atrapado en el intento de conseguir una cita (de esas citas que ahora llaman previas como si pudieran concertarse una vez producidas) o con una condena, sin posibilidad de indulto, a «hacer gestiones». Un grupo de gente, o un coro de voces aterradoras, jugaría un papel destacadísimo en ambas piezas. Habría quienes señalarían con el dedo (como ya ocurría en El asfalto y en La cabina) a esa persona atrapada; quienes simplemente le observarían y quienes, pretendiendo expresarle su solidaridad compasión, le dirían: «También yo he pasado por eso», «aguanta que todo se arreglará» o «eso no tiene remedio, no podrás salir».
Habría, entre ese coro, quienes –como aquel hombre que se subió a lo alto de la cabina con una taladradora o así para reventar el cristal– le ofrecerían móviles, aplicaciones y «rutas de acceso» con las que escapar del encierro o del agujero por el que va cayendo sin remisión. No es raro que Kafka dejara inacabadas El castillo y El proceso, pues se encaraban con la burocracia. Ese coro de voces y de gente mirando podría llegar a no resolver nada o incluso complicarlo todo. Quizá, al final, el protagonista (podría ser una protagonista, claro) terminaría en un almacén de imposibles o casos desesperados y le daría tiempo a ver esqueletos sosteniendo entre las manos un ordenador o cualquier otro dispositivo móvil.
Es posible que, igual que aquel décimo de lotería de Luces de Bohemia que resultaba premiado al final, lograra el protagonista una cita previa o pudiera resolver su gestión. Y, como último extremo, siempre cabría recurrir, para cerrar la historia, a un Deus ex machina. Tal que soñando tomarte un café, se te apareciera Dios con una cafetera.