Sí, yo quiero que Juan Carlos de Borbón deje de esforzarse por batir récords Guinness a sus ochenta y cinco, deje de vivir en Abu Dabi, donde ya sé que le tratan muy bien, y venga a residir permanentemente en su patria, que es esa nación en la que ocupó durante cuarenta años la Jefatura del Estado. No quiero ni vendettas ni faltas de respeto hacia su persona, y menos juicios paralelos y populares. Pero tampoco honores que no ha sabido ganarse ni reverencias que ya no se estilan.
Es hora de acabar con falsos exilios, con anomalías institucionales que fueron mal gestionadas desde La Zarzuela, desde La Moncloa y desde el propio entorno del llamado emérito: ha sido un dislate su viaje al Golfo Pérsico, donde las monarquías tienen poco de ejemplares y menos de sociales; está siendo un error la hostilidad entre los círculos del padre y del hijo (hay que llevar a cabo algunos relevos de personal para propiciar acercamientos). Y no tiene ningún sentido esta organización de viajes semiclandestinos, tan lejos de la normalidad y de la transparencia acerca de quién los sufraga, a Sanxenxo.
En mi opinión, a Juan Carlos de Borbón hay que asumirle con naturalidad, una vez que creo que hemos superado sus errores. Si, por las razones que fueren, no hay más reclamaciones legales en su contra que las de la aventurera, que vuelva de una vez, que se acoja a la magnifica hospitalidad de sus amigos, que vaya a los estadios españoles a ver el futbol que aquí se juega.
Don Juan Carlos lo que no puede ser es cuña contra la madera monárquica; ni él, ni su hijo, ni Pedro Sánchez, garante en teoría de la pureza constitucional, pueden tolerarlo. A Juan Carlos de Borbón, que tiene su sitio en el panteón de reyes y en la Historia, será la Historia la que le juzgue, le condene en lo que le tiene que condenar y le absuelva en lo que proceda. Y la próxima vez que venga, por favor, que se pase por La Zarzuela y se abrace con su hijo.