Hace milenios, un héroe era el hijo de un dios y un mortal. Durante siglos se les ha llamado así a quienes han dado su vida por salvar las de otros en causas heróicas. A los yanquis les encanta el concepto, seguramente por ser un pueblo con poca historia acostumbrado a mandar a miles de jóvenes periódicamente a la pira como sacrificio en aras de mantener su hegemonía militar mundial. Todas las dictaduras de ahora y de siempre se han apoyado en la idea del heroísmo y tampoco faltan en la mitología contemporánea, en forma de superhéroes con poderes extraordinarios, como aquellos hijos de los dioses griegos.
En democracia, en cambio, la heroicidad no está tan bien vista, se tiende a cuestionar. Y con razón. Porque el héroe suele ser poco más que un muchacho inocente enviado a morir como carne de cañón a una guerra en la que se dirimen intereses comerciales, económicos o territoriales. Nada que valga una sola vida humana. Lo estamos viendo en Ucrania y en Rusia, donde caen a diario hombres que creen defender algo sagrado, algo mucho más grande que ellos, la patria, la libertad, cualquier entelequia de ese tipo que, en el fondo, no es más que humo. La realidad es que ellos pierden la vida, sus familias quedan destrozadas y ni su país ni la supuesta libertad que defendían enjuagan el dolor. Más a pie de calle se escucha la dichosa palabra en situaciones que nada tienen que ver con el heroísmo.
Lo dijo el otro día Ana García Obregón, al explicar que cuando su hija-nieta crezca, le contará que su padre fue un héroe y que debe estar orgullosa de él. A ver, su padre fue un chico sin suerte que murió de cáncer. Nada más. Por desgracia, le tocó a él. No hay heroicidad ninguna en morir así.