La de fundamentar buena parte de los beneficios empresariales en los bajos salarios de los trabajadores es una práctica antigua en España, pero la de emplazar imperativamente a los clientes a que completen de su pecunio la esquelética nómina de aquellos mediante un pago extra destinado a ese fin, viene, al parecer, del otro lado del Atlántico, a juzgar por el nombre que recibe semejante exacción: propina americana. Consiste, particularmente en hostelería, en forzar al cliente a dejar propina, bastante propina, a menos que quiera quedar como un rata. Las empresas del sector podrían, y más con esta inflación que tantas aprovechan para aumentar a lo tonto sus ingresos, pagar mejor, bastante mejor, a sus cocineros y a sus camareros, que a menudo rinden jornadas extenuantes de diez o doce horas por un sueldo mísero.
La propina española es una dación extra y voluntaria relacionada con el servicio recibido, con todo él, si bien con lo que más se relaciona es con la diligencia o amabilidad del camarero que atiende. Pero, voluntaria y todo, hay algo ominoso en ella, pues todo usuario de tabernas o casas de comidas sabe que ese empleado tan grato que no para un segundo gana poco, muy poco, y que de su dación extra, y de la de otros, depende una más aseada subsistencia de su familia o de sí propio, de suerte que la propina española tiene un cierto aire limosnero que no se aviene con la dignidad del trabajo. Ahora bien; la propina americana es peor, pues institucionaliza, normaliza, la limosna.
Llega a España la propina americana, y llega, según se dice, para quedarse. Ya hay restaurantes que la aplican: en la cuenta aparece la suma a pagar, pero a la que se le añaden tres casillas, una de las cuales ha de marcar el cliente según prefiera que la cuenta aumente un 10 %, un 5 % o lo que él quiera en concepto de propina. Es voluntario, dicen los empresarios, pero resulta obvio que no lo es. Si lo fuera, dejarían la propina como está, con su melancólico aire de beneficencia, pero sin casillas de extorsión.