Qué sentido tiene la vida? Es la pregunta cuya respuesta no solemos encontrar, aunque pongamos mucho empeño. Sir Winston Churchill dijo que «la mente es como el estómago, en cierto sentido, por lo que solo debe proporcionársele lo que puede digerir. Si no se hace así, no solo no aprovecha, sino que produce un cólico». Indudablemente estamos ante una pregunta de imposible o muy difícil deglución. Quien crea en la transcendencia responderá con mayor facilidad. Los creyentes, si son coherentes, tienen la vida orientada a la salvación del alma. Ese será su sentido. ¿Pero y el alma? O la animación. Acaso no es lo que los estoicos denominaban logos al elemento vivificante y sagrado de nuestro ser; que se esfuma con el último aliento. Pues la vida es lo que nos permite ser conscientes de las cosas, y cuando desaparece, todo desaparece; y por tanto la capacidad de comprender. Incluso en el supuesto de que el alma pudiera existir separada del cuerpo y se incorporara análogamente a como lo hace el cuerpo: bien desintegrándose en la tierra, bien fundiéndose en el aire.
Algunos van a la India u otro lugar exótico para encontrar el sentido a la vida. La respuesta a la pregunta. ¡Cómo si yéndose lejos se fuera a encontrar lo que no se encuentra cerca! Cuando lo que buscamos está tan próximo que lo llevamos, en realidad, nosotros mismos en la mochila. Puede ser muy interesante viajar a la India o a otro lugar, pero si el pretexto es encontrar la respuesta a nuestra pregunta, hay que ser conscientes de que lo más seguro es regresar sin respuesta. Por ello, lo más inteligente no es buscarle el sentido a la vida sino vivir. Vivir bien. Lo mejor posible.
Homero, en la Odisea, ya nos lo hace saber, desde el principio histórico del hombre. Sísifo, rey de Corinto, por intentar engañar a la muerte fue condenado a empujar eternamente una roca hasta la cima de una montaña y que cuando llegaba a la cima, la roca se despeñaba y Sísifo debía volver a descender y volver a empezar. Así para siempre. Sísifo somos todos nosotros, que debemos procurar mantener el ánimo y no desfallecer ni al empujar la roca en la subida, ni deprimirnos, cuando la roca se despeñe una y otra, y otra, vez.