Viví a cierta distancia la crisis de la heroína de los años ochenta, que arrasó elPaísVasco al mismo ritmo enloquecido en que el Gobierno de FelipeGonzález destruía el tejido productivo español yETA se dedicaba a masacrar día sí y día también. Fue aquella una época catártica, en la que la vieja España que salía a trompicones de la dictadura se disponía a dar sus primeros pasos como un país nuevo, diferente. A todo se le dio la vuelta –excepto, quizá, a la cúpula, donde siempre están y han estado los mismos–, desde la cultura a la moda, del urbanismo a la mentalidad. Cuarenta años después tenemos en ciernes a una generación que lo ignora casi todo, porque aunque han estado en el colegio desde su nacimiento apenas han interiorizado algunas nociones básicas sobre sus raíces. Solo conocen laEspaña actual, mimetizada con los países de su entorno y, muchos, ni siquiera eso, porque la vida la contemplan a través de una pantalla y de una red social. Sin embargo, a los jóvenes de hoy les atenazan algunas de las angustias que ya nos ahogaban a nosotros: la falta de oportunidades, el desempleo, los salarios de miseria, las dificultades para independizarse, la frustración ante un proyecto de vida que no termina de fructificar. En los ochenta aniquilaron la minería, la industria pesada, la pesca, la agricultura, la ganadería... y condenaron al país a vivir del turismo y a sostener a millones de parados. Hoy seguimos en las mismas. Entonces la heroína arrasó a una parte de la juventud. Hoy lo hacen otras drogas, con la metanfetamina en auge. ¿Será que nuestros jóvenes, como los de aquellos años, también quieren evadirse de una realidad que no les gusta?
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