Con el final del verano llegan al pueblo las fiestas y, sin excepción, cada año se dedica una velada a las varietés, en las que participa todo aquel que lo desea. Algunos bailan, otros cantan o hacen play back y otros cuentan chistes. Las varietés son para todos los vecinos el espectáculo más esperado, la noche en que no existe la vergüenza o la timidez. Qué importa si no se sabe cantar ni bailar ni hacer reír. Esa noche cada cual representa aquello que le gusta, que le divierte y le hace sentirse algo más feliz por un día. Pero el espectáculo está servido constantemente en la vida diaria.
Y quienes lo protagonizan ni siquiera lo saben. Los políticos, los presentadores, los tertulianos y los medios de comunicación en general participan del espectáculo sin descanso. Todos, en definitiva, vivimos inmersos en él. Y si en alguna ocasión reparamos en este fenómeno, le pasamos por encima sin ninguna clase de remilgos. La vida es un show. Y todos actuamos sin darnos cuenta. La sociedad del espectáculo se mueve al son de unos dictados que hacen que, como preconizó en 1967 Guy Debord, la historia de la vida social haya evolucionado de manera que se pueda entender como «la declinación de ser en tener y de tener en simplemente parecer».
La vacuidad que sustenta nuestras existencias es bochornosa. Referirnos a los inventos tecnológicos, totalmente envenenados, sería quedarnos cortos: las actuaciones públicas de los humanos no tienen límite. Veamos, por ejemplo, a nuestro alcalde, que cuando no salta feliz en una atracción de feria se jacta, entre ovaciones, de haber plantado el árbol 10.000, cual si fuera el Elzeard Bouffier de Jean Giono. Me quedo con las varietés, desde luego.