Se dice que la primera víctima de una guerra es la verdad, pero en el caso de la que hace ahora veinte años destruyó Irak, la verdad murió antes de dispararse el primer cañonazo: ni había allí armas de destrucción masiva, ni existían vínculos ningunos entre el régimen de Sadam Huseín y Al Qaeda. También en la que hoy devasta Ucrania la verdad murió antes de que el primer tanque ruso hollara su suelo para «desnazificarla» y detener el supuesto «genocidio» en el Donbás.
La verdad muere todos los días, pero el día de la tristemente célebre foto de las Azores fue asesinada del modo más abyecto. En ella, tres tipos sonrientes acordaron la muerte de cerca de 700.000 seres humanos, el arrasamiento de un país, la creación andando el tiempo del criminal Califato, la diáspora sin esperanza de siete millones de iraquíes y el fortalecimiento del Irán de los clérigos. Esos tres individuos tan encantados de conocerse, estaban, en realidad, «trabajando en ello». Bush, Blair y Aznar. Éste último, es el que, si no estaba «trabajando en ello» más que los otros dos, sí el que lo decía con acento mexicano y con los pies sobre la mesa «de trabajo», a lo gringo. Todavía hoy, veinte años después de aquella conjura y cuando las heridas de aquella guerra ni se han cerrado ni se cerrarán, Aznar insiste en que volvería a hacerlo «con la información que tenía». No tenía ninguna información, sino un puñado de mentiras. El horror de aquella guerra se reproduce hoy en Ucrania, un país al que se quiere borrar de la faz de la tierra destruyendo sus ciudades, sus infraestructuras, su identidad, su moral. Putin llevaba también un tiempo trabajando en ello, en las mentiras justificatorias de su acción terrorista. La desgracia del mundo, de los millones de muertos y heridos en las guerras que lo asolan sin sentido, es que siempre hay quienes están trabajando en ello. En ocasiones, hasta alegremente, como en aquella foto.