Mirándose en el espejo de sus superiores jerárquicos, también en Baleares los partidos del Govern se han manifestado por separado el 8 de marzo, en una jornada que este año ha tenido menos de celebración que de crispación a causa del cacao legislativo originado por el excéntrico grupo de dirigentes del ministerio de Igualdad que Pedro Sánchez ha asumido como propio. El anuncio de un proyecto de ley de paridad en las empresas y las administraciones por parte del presidente justo antes del Día de la Mujer ha sido el estéril intento de diluir los efectos de la ley del ‘sólo sí es sí' –camino de las 800 rebajas de pena de pederastas y violadores, y seguirán aumentando– y las demoledoras consecuencias del Tito Berni y sus lúbricos festejos.
La inhóspita ruptura del feminismo es el reflejo del fin de la coalición de gobierno, aunque nadie se moverá de sus despachos y sus emolumentos, ni en Madrid ni en el Govern de Armengol; la presidenta recorrió las calles todavía bajo los efectos de la negativa de su PSOE a avalar el acuerdo del Parlament de prohibir determinados aumentos de los alquileres de vivienda. Los epítetos que le han dedicado sus aliados –traición, indecencia–, sólo se aproximan a los intercambiados en el Congreso entre socialistas y Podemos a cuenta del inicio de la tramitación de la reforma de la malhadada Ley de Garantía de la Libertad Sexual. La diputada balear de Podemos Lucía Muñoz finalizaba una exaltada diatriba con la conclusión de que quienes no comulgan con sus ideas forman parte del «puñado de fascistas». Podemos en estado puro.
En plena contienda, Sánchez se ha sacado de la manga la idea de una ley de paridad que obligará a empresas y administraciones a repartir la dirección entre hombres y mujeres más o menos a partes iguales. Y una causa legítima, el acceso normal de la mujer a cualquier puesto ejecutivo se fundamentará sobre una selección por exclusión cuando el talento nunca ha precisado de ley alguna para manifestarse ni se asocia únicamente a un sexo u otro. Y aunque pueda sonar a guasa: la aplicación de esa ley puede verse dificultada por otro producto de la extravagante factoría de Podemos, la ley trans, mediante la que cada persona puede decidir acerca de su género al margen de la biología, con la posible incidencia en la composición de consejos de administración.
La ley de la paridad tiene la apariencia de convertirse en una baza más en manos de un gobierno cuya vocación intervencionista es agobiante. Hacen leyes sobre el sexo biológico y pretenden determinar las relaciones entre personas, incluso las íntimas –ahí están la ministra Montero y su secretaria de Estado: la una incorporando el placer sexual de las señoras a la agenda política y la otra «escandalizada» por el elevado porcentaje de muchachas que prefieren el sexo con hombres y no en solitario–; y si han llegado al extremo de sostener que los niños no son de los padres, no sorprende que quieran regular la maternidad, lo que se debe comer y cómo tenemos que afrontar la muerte; frente a lo que las rígidas normas para tener una mascota son una anécdota. Y, pronto, esa nueva obligación para las empresas, como si no estuvieran ya suficientemente controladas. Corren malos tiempos, quizá no tanto para la lírica como para el sentido común.