Como la Navidad o el Año Nuevo, la celebración del 8 de marzo como día de la mujer (antes era trabajadora, ahora no se sabe) se ha convertido en un tedioso rosario de buenas palabras completamente vacío de contenido. Como mujer, de entrada impediría que los hombres hablen del tema porque jamás de los jamases, por mucha imaginación que tengan, podrán ponerse en el lugar de cualquiera de sus compañeras hembras, sean madres, hermanas, esposas, hijas o colegas laborales. Eso para empezar. Y después restringiría el debate al asunto basal: lo económico. Conozco a muchas mujeres, cada una con sus penurias y grandezas, pero me consta que todas ellas habrían vivido de otra forma si hubieran tenido suficiente dinero para tomar decisiones que estaban fuera de su alcance. Hay miles de versiones del feminismo, tantas como problemas se derivan del hecho de ser mujer, amplificado en el caso de ser madre, enferma o vieja. Imagino –imposible ponerse en la piel si no lo eres– que se agravará todavía más si eres inmigrante de otra raza u otra religión.
La cuestión es que, a nada que indagues, el quid está en la pasta. Algunos hándicaps se suavizarían con una fortísima apuesta de lo público en campos como las guarderías y las residencias de ancianos y dependientes. ¿Por qué no remunerar el trabajo doméstico? Ya veo a medio mundo llevándose las manos a la cabeza. ¡Sería la ruina! Lo mismo que dijeron cuando se planteó el primer permiso maternal o la primera jubilación. Podrían seguir con pagar un jugoso salario a quienes tienen un hijo enfermo o dependiente –o marido, padres o hermanos–, cómo cambiaría la cosa. Este prisma tiene muchas facetas, pero sigo convencida de que el socavón económico es el que más brilla.