Mis padres son gallegos. En su momento emigraron a Uruguay, buscando un futuro. Yo nací en Montevideo. Allí viví hasta la mayoría de edad, tuve mis amigos, mi mundo. En el colegio y en el barrio me llamaban gallego. Gallego en Uruguay es más un insulto que un gentilicio. Siendo receptor del calificativo, siempre entendí que lo importante era la intención con la que se emplea: algunos sólo pretenden describir la procedencia, otros hacer broma y algunos ofender. Lo intentan y eso les describe, pero la ofensa sólo se consuma si el receptor la convierte en tal cosa.
El entorno infantil y juvenil suele ser cruel. Los niños no son diplomáticos. Yo era objeto de chanzas por gallego, pero no es que los demás se libraran: recuerdo uno que era muy tímido del que nos reíamos porque vivía en los rincones; u otro de quien decíamos que no tenía la nariz grande sino la cara muy atrás; o un gordito con gafas de culo de botella que también sufría lo suyo.
La diferencia tenía precio. Pero había que sobreponerse, lo que significaba encontrar armas emocionales para defenderse. Uno se acostumbra, se adapta y relativiza esa hostilidad. El año pasado viajé a Montevideo y fui con uno de aquellos compañeros que me llamaba gallego a visitar mi colegio de primaria. Me emocioné con los recuerdos. No era un entorno fácil, pero tampoco me dejó heridas. Sí fortalezas. La hostilidad no era contra mí, era la vida sin edulcorantes. ¿Cómo evitarlo, cuando hasta a los feos se les decía feos?
Cuando a los diecisiete años vine a estudiar a Pamplona, súbitamente nadie más me volvió a llamar gallego sino sudaca. Seguía siendo diferente, ahora por ese acento ajeno. No me afectaba; estaba curtido. Sin embargo, nunca antes había vivido en una sociedad como la pamplonesa, en la que todos se conocen y donde detrás de cada apellido hay una larga historia. Ser un extraño en un lugar así es muy cuesta arriba. No obstante, hice mis amigos con los que aún ahora estoy en contacto.
Yo había aprendido qué complicado es integrarse en la misma sociedad donde has nacido, o en la navarra, extremadamente cerrada y tradicional, pero aún me quedaba por conocer el mundo insular, configurado en torno a una lengua y un territorio. Mallorca, nada fácil. Fueron años de palabras amables, pero siempre desde la distancia. Mi entorno habría pasado el filtro de lo políticamente correcto pero no de lo depresivo emotivamente. Nunca una mala palabra, nunca una mínima apertura. Algunos compañeros me ayudaron, el muro cedió, al final cayó y todo quedó en un recuerdo.
Ahora la vida me conduce a ver esto mismo en sociedades europeas abanderadas de la integración, de la no discriminación. Las más correctas políticamente. Nada cambia: piensan de los otros como los compañeros de mi escuela, pero jamás te lo dirían. Los conozco: sonrisas, vocabulario sanitizado, pero distancia. Tú allí, yo aquí. Y basta. La verdad, no sé qué prefiero.
Tras esta carrera, debo de estar cualificado para aspirar a una dirección general en el ministerio de Igualdad. Salvo porque no creo para nada en lo que hacen. Creo que pierden el tiempo. Para mí, los que llaman víctimas no buscan palabras sino amigos, cariño de verdad. No la ayuda ministerial. Pero escoger amigos es personal, subjetivo y muy discriminador. Se eligen por cercanía, por sintonía, por gusto, por moda. Porque sí. Y se ignoran los lejanos, los que no gustan, los que nos caen mal. Eso es lo que llega a doler: quedar al margen. Pero alguien siempre queda al margen. Allí donde los diferentes son mayoría, donde ni siquiera se puede llamar gordo al obeso, el discriminado es el tradicionalista, el conservador, el que no ha cambiado. Cambia el discriminado y el discriminante, no la discriminación.
La intromisión de la política en este mundo tan íntimo sólo crea más confusión. Porque esto no admite simplificaciones: es posible odiar con palabras hermosas y adorar con brusquedad. Nadie debe ofender, pero no hay que elevar a las víctimas a los altares sino enseñarles que las ofensas son una muestra de la debilidad de quien las lanza, y sólo son tales cuando el receptor las asimila. Y a veces, el odio está entre iguales, incluso en la mesa de la cena familiar. No hay ministerio que lo arregle. Si no lo empeora.
Toda esta cultura woke, de no moverse para no ofender, es otro error histórico. Como otros anteriores, desde la esclavitud a la lucha de clases, de la inquisición a la pureza de raza: las masas aplauden estos errores hasta que, pasadas unas décadas nos preguntamos cómo hemos sido tan torpes. Ahora, tal vez necesitemos un siglo para comprender que no hay amor por decreto.