Dicen que el cerebro de los humanos tiene infinitas capacidades, aunque sólo utilizamos un pequeño tanto por ciento. A juzgar por lo que se puede ver por ahí diariamente, tiene que ser cierto. Sabemos que para aprender cualquier cosa que requiera un esfuerzo (hacer mucho dinero, tocar un instrumento, timar al prójimo o incluso enamorarse) a menudo se utiliza algún método. Conocemos métodos de renombre: el Stanislavski de teatro, el Suzuki de música, incluso uno que ni siquiera existe: el famosísimo método Grönholm de técnicas de selección de personal. Para todo hay un método. O cientos.
He tenido noticia de uno muy completo (con sus cursos y títulos correspondientes) para enseñar a escribir. No me refiero al método Rubio de caligrafía, sino al método Clementina de creación literaria. Como lo oyen. Un método que, a la vez que te permite convertirte en un escritor como la copa de un pino, también es solidario con diversas causas. Un señor método, vamos. No sé si los métodos de aprendizaje creativo vienen acompañados de algún lucro. De fama, sí, sin duda. Sin ir más lejos, hace poco leí una entrevista a una escritora de éxito, muy naturalista y asediada por las metáforas, en la que afirmaba haber escrito su primera novela siguiendo «el método». ¿Qué método?, me pregunté yo.
Ni idea. Ella solo decía «el método». Yo, que siempre he pensado que menos a escribir se puede aprender a hacer casi todo (a lo mejor otro día explico por qué), me caí del sofá. ¿Existirá un método que enseñe a quitar adjetivos y adverbios (supongo que sería el método Chirimoya, por la cantidad de pepitas). ¿Cuántos párrafos de descripción inútil permitirá? ¿Se basará en la presentación, nudo y desenlace? Y así estoy. Sin método.