Josef Egger nació en Viena, pero cualquiera diría que era mallorquín de origen. Fue un entusiasta y un gran mecenas de las bellas artes. Organizó un sinfín de conciertos gratuitos o a precios simbólicos en el Auditòrium, en el Pueblo Español o en el Castell de Bellver con lo mejor de la Ópera de Viena. Fue él quien puso el grito en el cielo y comprometió su dinero cuando José Ramón Bauzá se disponía a liquidar la Orquestra Simfònica porque la encontraba muy cara. También fue él quien se la llevó a Viena, para que diera cuenta de su gran nivel. Y también fue él quien trajo a los actuales directores, Pablo Mielgo y Joji Hattori, que le han dado estabilidad, realce y prestigio mundial. El lunes pasado, Egger hubiera cumplido 98 años si su corazón no hubiera dejado de latir unos meses antes. Este mismo día, su familia le recordó con una velada musical en la finca de Son Noguera, en Puigpunyent, junto a un grupo de amigos. Allí estaban los dos directores de la Simfònica, que con el célebre Smerald Spahiu, Nina Heidenreich, Clara Mascaró y Jorge Giménez interpretaron algunas de las piezas preferidas de Josef Egger.
Y esto, todo esto, da que pensar. Egger hizo su fortuna en el extranjero pero la gastó aquí, y a raudales. Podríamos contar con los dedos de una sola mano los millonarios mallorquines que se han comprometido y han promocionado las bellas artes. Es un desapego que vemos como algo normal, pues la ingratitud y la desidia vienen de lejos. Porque esas son las cualidades que ya se observan en el nomenclátor de Palma, una obra completada por generaciones de políticos. Personajes célebres olvidados, pirreumes de la historia dando nombre a calles céntricas, y excentricidades como por ejemplo… y a vuela pluma, la calle de Lanzone, en la barriada de Aragón. ¿Sabe usted quién fue Lanzone? Pues un noble milanés del siglo XI. Mientras, Félix Pons y tantos otros esperan todavía su reconocimiento. Esa es la realidad cultural que Josef Egger intentó mejorar. Y mucho hizo, porque la Simfònica sigue viva.