Juzgue el lector si son muchos o pocos, pero los datos son reveladores. En España, de cada seis ciudadanos con empleo, uno recibe su nómina de alguna de las diferentes administraciones del Estado. Según la EPA correspondiente al tercer trimestre de 2022, en España hay tres millones y medio de empleados públicos, lo que supone un 17,07 % del número total de ocupados que son 20,54 millones de personas. Alrededor del 15 % de los empleados públicos corresponden a organismos de ámbito estatal; otro 20 % trabaja en la Administración local y el 59 % restante (2,1 millones) corresponde a las comunidades autónomas. Coincidiendo con el período de crisis económica, estos entes han aumentado en 468.100 los empleados públicos. Hay funcionarios y funcionarios.
En algunos cometidos burocráticos hay un exceso de funcionarios que no se justifica en esta era de la informática y el teletrabajo, pero en otros empleos: Fuerzas Armadas, Cuerpos de Seguridad del Estado o la Administración de Justicia, falta personal. Carencias que se detectan también en la Sanidad –médicos y demás personal sanitario– un sector sometido a un estrés brutal a raíz de la pandemia. En otras encomiendas, tales como el personal de las empresas públicas o determinados organismos creados como balizas de naturaleza política, sobra personal. Como sobrados estamos de asesores.
Ser funcionario supone, de entrada, una ventaja –estabilidad en el empleo– respecto de otras profesiones sometidas al albur del mercado cuando no a la intemperie en función la situación económica de cada momento. En cierto modo es un privilegio que quien se beneficia de él debería tratar de compensar con eficiencia en su tarea y buen trato en su relación con el resto de los ciudadanos. Porque el ‘vuelva usted mañana' de cuando Larra, ahora, no pocas veces, es una espera desesperante para quien trata de conseguir una cita con la Seguridad Social o una respuesta de la Administración que no proceda de una máquina que remite a otra.