Pongamos por caso el paquete de 500 gramos de copos de avena Brüggen que vende un popular supermercado. Una persona lo compra por primera vez al módico precio de un único euro y le parece supereconómico y no me cabe duda de que lo es. Pero si esa misma persona se hubiera decidido a comprarlo una semana antes, le hubiese costado únicamente 70 céntimos. Con que si el aprobado que saqué en la escuela primera a base de chuletas me sirve de algo, que lo dudo, se trata de una subida de 30 céntimos. ¿Es necesario un encarecimiento tan desmesurado de este producto? ¿Acaso piensan que los compradores, en los tiempos que corren, son unos ilusos robotizados que no están al tanto de los precios, más aún de un producto que destaca, aparte de su alto contenido en fibra y que ayude a reducir el colesterol, precisamente por ser barato?
Claro que uno no ha de quejarse de estas subidas que repercuten al bolsillo del consumidor, ya que, según el presidente de esta cadena de supermercados, «los empresarios generamos riqueza y bienestar». Evidentemente, generan riqueza para ellos, que es la función primordial del sistema capitalista, con lo cual su bienestar queda más que satisfecho.
Sin embargo, me cuesta pensar que ese bienestar al que alude repercuta no sólo en sus trabajadores –no cuestiono sus salarios que son de los mejores de este gremio–, sino que ese bienestar se refleje en sus clientes, puesto que cada vez te abstienes más de llenar el carro de la compra de productos superfluos y te limitas a los alimentos básicos, como si de un tarjeta de racionamiento durante la guerra se tratase. Y encima te dicen que este mes de enero cobrarás más por una serie de beneficios fiscales y, hostia en toda la jeta, el IRPF de la nómina te pone en tu sitio.