Todos sabemos que la acción policial y la legal van por senderos diferentes, a veces divergentes. Por eso ya no sorprenden noticias como la del joven argelino detenido tres veces en tres días y que acumula un historial delictivo con 27 antecedentes. Una joya, vamos. En casos como este muchos nos preguntamos para qué queremos tanta policía y estoy segura de que algunos agentes harán una reflexión parecida: ¿Para qué me molesto en prenderle, hacer el papeleo, presentarlo ante el juez de guardia? Si en unas horas, a lo sumo, ya ha salido por la puerta de atrás y vuelve a las andadas. Está claro que algo no funciona. Quizá no se trate de enchironar a todo el que comete un pequeño delito, pero cuando el tipejo es considerado «muy peligroso» por la propia policía, se encuentra en el país sin permiso y va por ahí amenazando de muerte, agrediendo y demás, francamente, alguna reacción deberíamos ver en la autoridad.
Porque si no, ¿para qué la tenemos y mantenemos? El individuo, para más inri, se ha apuntado a un curso oficial de artes marciales y gracias a esa actividad tramita los papeles para conseguir la residencia en España. Se la darán, sin duda, porque si con ese expediente sigue en la calle dedicándose a lo que se dedica, está claro que el cedazo institucional tiene los agujeros muy gordos. No es el único, por supuesto, por eso la tozuda realidad indica que algún eslabón de la cadena está roto. A diario pasan por las dependencias policiales toda clase de quinquis, visitan al juez, se estudia su caso y regresan a casa a dormir. Incluso agresores de mujeres, personas violentas con un altísimo índice de riesgo de repetir el ataque. Leemos a diario cuántos detenidos, pero rara vez qué pasa después con ellos.