Hay personas que simplemente no saben pedir ayuda. Los seres humanos somos complejos, a veces contradictorios, con nuestras grandezas y dificultades. En la vida diaria nos encontramos con numerosas situaciones en las que tenemos que pedir ayuda a los demás: una señora mayor se apoya en el brazo de su nieta para cruzar la calle, un vecino ayuda a otro a empujar el coche que no arranca, una adolescente seca las lágrimas de su amiga quien padece mal de amores, un compañero le pasa los apuntes al amigo enfermo… podríamos poner ejemplos hasta el infinito. No son actos de heroísmo ni significan grandes proezas.
La proezas, en la vida, sólo se dan muy de vez en cuando. Sin embargo, la cotidianidad o la sucesión de momentos que forman el presente están llenos de pequeños-grandes actos. Momentos de generosidad, ayuda, entrega.
Existen muchas personas bondadosas, afortunadamente (de la misma forma que existe también la maldad). Son gente que se preocupa por los demás, que hace la vida más bella a los otros, a veces casi sin darse cuenta ni proponérselo.
La vida, de alguna forma y a diferentes niveles, significa dar y recibir. Si damos afecto, empatía y ayuda, quiere decir que somos generosos. La generosidad no se compra en ningún lugar. Se lleva de marca. Tampoco se hacen cursos o talleres de generosidad. Ni se enseña en las universidades. Va en el ADN de algunos, aunque sea una cualidad que podamos trabajar e intentar adquirir. Podemos esforzarnos por tener actitudes generosas con los demás, que no es lo mismo que ser generoso por naturaleza, aunque tiene un gran mérito.
Los que son generosos dan tiempo, atención y cariño. De hecho, la generosidad no se mide solo en términos económicos, por supuesto. Quien da sin complejos, también sabe recibir sin complejos.
Definitivamente, es bueno saber pedir ayuda cuando lo necesitamos, compartir lo que nos preocupa, alargar la mano con la confianza de saber que otra mano espera la nuestra para seguir caminando. Abrir el alma a los oídos atentos de quien sabe escuchar.