Días después de la noticia de la renuncia del papa Benedicto XVI, en febrero de 2013, se publicó una fotografía de un papa en un humilde jardín y rezando debajo de un limonero. Era Benedicto XVI. No fueron fáciles los años del pontificado de Benedicto XVI, ya que muchos no entendieron al papa emérito, el fuerte, como yo le llamaría. Planteo su retirada como un trauma institucional, como un golpe seco y directo a la Iglesia. Benedicto XVI se inmoló en una crisis que creía necesaria para obligar al vaticano a hacer penitencia. Fue, quién lo iba a decir, el hombre de acción que hizo la revolución en el lugar más insospechado del mundo. Dijo que iba a rezar, pero se dedica a ver de lejos las obras. La suya, de reforma, es maestra.
Ante la fotografía de un papa en una humilde casa con jardín y un limonero, escribí: «Cae la tarde. Un anciano descansa bajo un limonero. Una gorra blanca protege al hombre. Las gafas de leer se le han escurrido en la nariz. Es una persona frágil, pronto cumplirá 88 años. El anciano ha abandonado el mundo. Ahora, tranquilo, puede evocar los afanes de una vida plena. En sus años de brío, su mente era un zafiro que cortaba tinieblas.
Tal vez el mayor teólogo del siglo XX. Vemos al anciano confinado por propia voluntad en el convento Mater Ecclesiae. Rezando. O contemplando desde detrás de las rejas los arcos de ceibos con flores escarlatas, en cuya perfección cree atisbar la gloria de la creación».