Desde hace un tiempo se nos habla de la Agenda 2030 seguramente sin que seamos conscientes de que ese año está a la vuelta de la esquina. Porque en dicha agenda se plantean cuestiones prácticamente de ciencia ficción y no parece probable, ni siquiera posible, que puedan alcanzarse según qué objetivos en siete años escasos. La parte edulcorada del asunto nos quiere convencer de que para ese momento los mandamases del mundo habrán acabado con el hambre –permítanme unas carcajadas, porque cuando iba a primaria ya nos hablaban de eso y ha pasado mucho, pero mucho tiempo–, la salud y la educación se universalizarán y las mujeres verán al fin cómo la igualdad se impone. Si no fueran asuntos tan serios, parecería un chiste. Quizá estos que viajan en jet privado, viven en mansiones llenas de sirvientes y seguratas y mean champán ignoran cómo está el mundo ahora mismo y por eso se permiten pintar estampas idílicas sobre lienzos manchados de sangre y sufrimiento. Luego está la parte menos dulce, que se filtra a través de redes sociales y que, quizá, solamente sean bulos y exageraciones sin fundamento. Pero ahí están: la dichosa agenda pretende que dejemos de consumir carne y lácteos –prohibidos por ley–, que solo podamos comprar tres nuevas prendas de vestir al año, nos impondrán un máximo de 2.500 calorías al día y un desplazamiento en avión inferior a 1.500 kilómetros cada dos o tres años. A ver, que todo eso es estupendo para la salud y para el medio ambiente, pero ¿imponerlo? ¿Después de haber pasado ochenta años promoviendo lo contrario? Y además, ¿qué piensan hacer si en siete años quiebra gran parte del sistema alimentario mundial, el turismo, todas las aerolíneas, la industria textil…?
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