Dijo Sánchez que, por mucho que disguste a la oposición, «el apocalipsis no va a llegar». Y, desde luego, no es apocalíptico que Cándido Conde-Pumpido, el hombre acaso más odiado por esa derecha a la que, según las voces de La Moncloa, tanto gustaría ver cabalgar por nuestros campos a los cuatro jinetes bíblicos portadores de todas las plagas, se haya convertido en presidente del Tribunal Constitucional. Ni podrían considerarse profetas de la catástrofe total tantas otras cosas que han pasado en nuestro país en estos tres años trascurridos desde que Sánchez e Iglesias sellaron, con un abrazo inesperado no muchas semanas antes, el primer gobierno de coalición en casi un siglo. Aun así, el nombre que acaparaba todos los comentarios, susurrados aún, pero que será un clamor a medida que pasen las horas, era el del expresident de la Generalitat, fugado hace cinco años a Waterloo, miembro del Europarlamento y principal enemigo en el exterior del Estado español: Carles Puigdemont.
El juez del Supremo que instruye la causa del ‘procés', Pablo Llarena, ya ha reformado el procesamiento contra los ‘fugados' –ellos se llaman a sí mismos ‘exiliados'– a la vista de las reformas en el Código Penal, que entraban en vigor este jueves, aboliendo la sedición y abaratando el castigo por la malversación. En beneficio exclusivo de los inculpados por aquel ‘procés', que era todo un intento de golpe en 2017, aunque puedan ser, indirectamente, otros los también beneficiados, como ya se está advirtiendo en muchos círculos. Claro, había incluso quienes sigilosamente cometían ayer la injusticia de ligar la ‘toma' del Constitucional por el Ejecutivo con el posible retorno de Puigdemont.
Conde-Pumpido será más o menos grato al Gobierno, pero es ingrato para los independentistas. De él no puede esperarse que facilite ni una secesión territorial, ni un referéndum de autodeterminación, y así lo advirtió en su primera declaración tras vencer este miércoles en las primarias en el ya digo que hoy desprestigiado TC.