Putin quería con su agresión a Ucrania un cambio de régimen en ese país: ocuparlo en parte y otra parte convertirla en un satélite de Moscú.
Como eso no ocurrió nos encontramos ante una larga guerra material, económica y de propaganda en la que Rusia no piensa ceder ninguna de las provincias que se ha anexionado por la fuerza. En ese escenario, no parece que vaya a haber un ganador de la contienda y sí un perdedor claro: una Ucrania empobrecida y esquilmada por el acoso constante del invasor.
Rusia no ha agredido a su vecino para marcharse luego y dejar las cosas como estaban, así que cualquier conversación de paz carece de sentido con una Ucrania que pretende mantener su integridad territorial y todas las atribuciones de un Estado soberano. En esas condiciones, ¿qué se puede pactar? No cabe hacer concesiones al agresor a cambio del fin de las hostilidades.
La otra hipótesis, la de una victoria armada de Kiev que obligue a una retirada unilateral de los rusos parece descartable, dada la potencia militar del invasor, el apoyo a su política expansionista por la mayoría de la población de aquel país y la cantidad de sus reservas materiales.
Nadie, pues, puede ofrecer a la otra parte una compensación que equilibre su balance de pérdidas y ganancias, con lo que la guerra va para largo. Eso es algo que saben de sobra las potencias occidentales, perjudicadas por un conflicto que están obligadas a mantener por cuestiones morales y principios ideológicos. ¿Serán capaces de perseverar en su ayuda a Ucrania sin fisuras a medida que transcurran los meses y quizás los años de un empobrecimiento constante de una parte de Europa?
Ése es el auténtico reto.