La magia del año que empezamos a transitar consiste en estar seguros de que van a ocurrir muchas cosas en este período de tiempo de los que nos quedan, si se cumplen los rumores en el sentido de que las elecciones se celebrarán el 17 de diciembre, trescientas cincuenta jornadas para acudir a las urnas. Sánchez o Feijóo serán el presidente de la nación, salvo que nuevos tsunamis, como los que arrasaron al PP de Pablo Casado, se abatan sobre nosotros. O cualquier otra cosa, porque entramos en el año quizá más imprevisible de nuestras vidas, ya cuajadas de períodos que no podíamos haber previsto. Leo encuestas en las que se pregunta a los españoles cuestiones tales como si creen que el rey emérito regresará al país en el que fue jefe del Estado durante cuarenta años, o si piensan que Putin acabará perdiendo la guerra en Ucrania. No dejan de ser meros juegos, porque la verdad es que nadie podría adivinar ahora qué se esconde tras la cabeza del neo-zar ruso, o si los trompicones del destino permitirán regresar, y cómo, a don Juan Carlos, o de qué manera va a discurrir esa zinzagueante relación con el independentismo catalán. Mis pronósticos solo alcanzan a decir que hoy por hoy la fecha más barajada para esas elecciones generales es la del 17 de diciembre, que los sondeos reservados de los partidos creen que el PP ganará en el cómputo global de los comicios autonómicos y municipales y que el suflé catalán va a ir decreciendo. Lo demás es, para mí, tiniebla, incluyendo certificar si nuestra economía irá a mejor o a peor, mientras los expertos se dividen, haciendo bueno el dicho de Galbraith, que opinaba que un buen economista es aquel capaz de explicar con brillantez por qué se equivocó en sus predicciones. Por lo demás, quién sabe si representantes y representados hemos aprendido de los errores cometidos en el 2022 del que mejor no acordarse. Sí puedo asegurarle que la ebullición sigue en esta caldera nacional. No va a ser un año aburrido, no, como tampoco sus predecesores lo fueron.