Durante décadas la población española estuvo estancada en los 39 millones de personas y fue obra de José Luis Rodríguez Zapatero que se abrieran de par en par las puertas a la inmigración, que llevó las cifras hasta los 46 millones. Eso ocurrió en 2012, han transcurrido diez años y ya somos 47,6 millones de habitantes. Aunque las estadísticas dicen que la población nacida en España desciende, la constante llegada de extranjeros sigue tirando al alza la cifra final. Este año han sido colombianos y ucranianos. Muchos creen que el crecimiento permanente es algo positivo, aunque sus efectos inmediatos no lo sean tanto. Uno de ellos es la demanda de vivienda, pues es lógico pensar que toda persona que llega al país necesita instalarse en algún sitio.
Lo mismo ocurre con todos los servicios básicos, como la sanidad, la educación o la saturación de las carreteras. Quizá eso explique por qué el precio de la vivienda no deja de elevarse, a pesar de que en la mayoría de países desarrollados la crisis de la inflación ha provocado un estancamiento y se espera una caída a lo largo del próximo año. Aquí, no está ni se le espera. Todo lo contrario: va como un tiro. Tanto, que ya supera en un trece por ciento los baremos desorbitados alcanzados en la última burbuja, de cuyo estallido aún pagamos las consecuencias a través de un intenso endeudamiento que no hará más que agravarse al subir el precio del dinero.
El incremento de los costes de construcción también contribuirá a que la esperanza de una moderación se vaya al garete. Los políticos están encantados con que venga mucha gente, pero quizá deberían prever el modo de darles la bienvenida adecuada. Construyendo vivienda social, por ejemplo.