Si no hubiera nacido el bueno de George Bailey encarnado por James Stewart en Qué bello es vivir, su no existencia habría sido desgraciada para cuantos conoció y trató habiendo existido, pero la ucronía que le propone Clarence, su ángel de la guarda, cuando está a punto de quitarse la vida en un momento de desesperación y desprecio de sí mismo, no solo es el eje en torno al cual gira ése maravilloso cuento de Navidad birlado a Dickens, sino una invitación a imaginar el mundo si no hubieran nacido los canallas que lo entenebrecen. Si no hubieran nacido, por no remontarnos más atrás, Stalin, Hitler, Mussolini, Mao, o aquí los Franco y compañía, tal vez otros de similar catadura habrían sembrado igualmente la tierra de crímenes y destrucción. Tal vez.
Es cierto que el mal se clona y reproduce asombrosamente, en tanto que el bien, representado en la cinta de Capra por ese Bailey afectivo, filantrópico y honorable, se vierte en pequeñas gotas. De la zarrapastrosa programación navideña de las cadenas generalistas de televisión emergió la otra noche, de nuevo y siempre nueva, esa película extraordinaria que, como no podía ser de otra manera, fue un fracaso de taquilla en su estreno hace casi ochenta años. Su emisión hubo de convivir, como cada año, con las calamidades de los noticiarios, y con los programas, anuncios publicitarios y declaraciones políticas muy del gusto y del estilo del infame señor Potter, pero mientras duró en pantalla abolió momentáneamente el pesimismo de quienes tuvieron el buen gusto y la necesidad de verla.
Si no hubiéramos nacido, no nos dolería nada, pero no sabemos si a los demás, a cuantos hemos tratado, les dolerían más cosas o menos, ni qué habría sido de sus vidas sin nuestro positivo o negativo influjo. No podemos saberlo. Como tampoco que otro Putin, si no hubiera nacido éste, no andaría también destruyendo tanta vida.