C ada español gastará de media 735 euros estas Navidades, dice la prensa. Año tras año vemos titulares como este y prácticamente todos comentamos: ¡Pues alguien gasta diez veces más que yo para compensar! Porque una cifra como esa nos resulta descabellada. Multipliquemos por cuatro para obtener el precio de estas fiestas para una familia media: casi tres mil euros. Yo no sé si me muevo entre gente pobre, que todo el mundo miente o que mi punto de vista orbita alrededor de la austeridad monacal, pero sigo pensando que es una barbaridad. Hay quien gasta mil euros en Lotería –spoiler, los pierde siempre–, quien se apunta a costosas fiestas de Nochevieja y se compra un vestido de lentejuelas, bolso y zapatos de tacón para estrenar, hay quien pide un préstamo para poder colmar de regalos a sus familiares y no quedarse atrás en la ridícula competición entre cuñados.
Hay quien coge un avión y se marcha a esquiar o a ver a la familia en la Península, que viene a costar lo mismo. Y quien, claro, rompe la hucha para preparar las comidas y cenas pantagruélicas –bien cargadas de alcohol– que a menudo acaban con algún abuelo en el hospital. Tendríamos que hacer todo a la vez para dilapidar esa pequeña fortuna. No lo he visto nunca, la verdad. Yo jamás lo haría. Especialmente para no contribuir a esa hipocresía que mezcla el mensaje supuestamente de paz y armonía que transmiten las celebraciones religiosas con el espeluznante bombardeo consumista que nos obliga a sonreír y ser felices hasta el 6 de enero.
Después de la catástrofe de 2008, de la pandemia y de la situación actual, me cuesta creer que haya mucha gente «normal» que siga dejándose atrapar por esa vorágine que únicamente consiste en conseguir que la tarjeta de crédito eche humo.