De vez en cuando, una tregua de Navidad. Un desentenderse de la actualidad. De esa que a poco que nos informemos, nos tiene en permanente enfado, sintiéndonos impotentes ante una realidad que apenas podemos denunciar y sólo cambiar a veces. Abstraernos por unos días del desánimo ante una guerra tan cercana y de otras de las que apenas sabemos nada. Pero eso sí, sin olvidarnos de que quienes sufren no nos son ajenos.
No pensar en un Estado en el que los derechos y libertades que nos dimos con la Constitución de 1978 se están diluyendo a golpe de decreto y de leyes injustas. Afrontar como podamos una cesta de la compra que vale en Baleares más del doble que la de las Navidades pasadas y que mientras nosotros somos más pobres, el Gobierno (también el autonómico) es cada vez más rico.
Mirar para otro lado, aunque sea por unos días sin sentirnos culpables, y dejarnos llevar por la luz en las calles, la ilusión de unos, la generosidad callada de otros y ese sentimiento que reconforta el espíritu, que aunque a veces lo olvidemos entre el espumillón, los regalos y el señor gordo vestido de rojo, está presente en cada uno de nosotros a poco que le abramos la puerta. La esperanza.
El recuerdo de un nacimiento ocurrido en una aldea remota, que más de dos mil años después sigue dándonos a los creyentes, sentido a nuestra vida. Ese mismo sentido que hizo que en el año 1914, al inicio de la Primera Guerra Mundial, por un día, callaran las armas en las trincheras del frente de Yprés, y en su lugar sonase Noche de Paz cantado al unísono en alemán y en inglés.
Una tregua por Navidad. No importa cuántas haya pasado en otros lugares. Cuántas hayan sido diferentes. Al final, se abre paso la de la infancia, la que huele a leña, a pino, aladierno, romero y musgo.
La de las figuras del belén familiar, antiguas unas, recientes otras, algunas lisiadas, vestidas a la mallorquina, a la israelí, colocadas en perspectivas imposibles, caminando hacia el portal de corcho y estrella de purpurina. O lavando en el río de celofán azul, cuidando sus ovejas o adorando al Niño Dios.
Las montañas de papel cartón y en cada arruga, en difícil equilibrio, una casita como las de Orient, una palmera o un abeto y abriéndose paso, por un camino de tierra, los tres Reyes Magos y sus pajes, cada día un poco más lejos del palacio de Herodes y más cerca del portal. Mi Navidad sigue sabiendo a chocolate con canela, a ensaimada y a coca de anís. También a la de turrón, con su oblea, y a mantecados caseros, barquillos, vino dulce y peladillas.
La Navidad es el frío llegando a la Misa del Gallo, el Sermó de la Calenda con voz de niño, la salmodia antigua de la Sibil·la (cada noche tan distinta y tan igual), las neules como un blanco palio en la iglesia, el recogimiento, los villancicos, la comida familiar, las tardes interminables con las películas de siempre, la noche de Reyes, los regalos y el carbón de azúcar. La ilusión.
Sólo unos días de tregua. Ojalá fuera posible para todo el mundo.