Siento decirlo pero no estoy segura que muchos de quienes han acudido este 6 de diciembre al Palacio de las Cortes a celebrar los cuarenta y cuatro años de la Constitución la estén defendiendo en el día a día como debieran.
Verán, yo formó parte de la generación que aprobó la Constitución, soy hija de esa generación, e ingenuamente he vivido desde entonces convencida de la vigencia de nuestra Carta Magna que nos ha permitido vivir en un régimen democrático y por tanto de libertades. Pero resulta que, desde la última legislatura, hemos ido descubriendo que hay partidos decididos a acabar por las buenas o por las malas con nuestro sistema constitucional. Y lo peor es que son los partidos que sustentan el actual Gobierno, partidos a los que solo les importa sus votantes y sus sueños de independencia territorial.
Naturalmente ningún alto cargo de estos partidos acude a la cita del Palacio de San Jerónimo. Su ausencia supone año tras año dejar patente que pasan de la Constitución.
Así están las cosas cuarenta y cuatro años después de la aprobación de la Carta Magna en la que una inmensa mayoría de ciudadanos nos sentimos cómodos.
No digo que no se pueda reformar, faltaría más, creo que las leyes deben de ir adecuándose a la realidad de la sociedad, pero lo que me indigna no es la posibilidad de su reforma, sino su destrucción. Porque ese es el quid de la cuestión.
Nunca el Estado ha sido más débil que ahora. Pedro Sánchez y los suyos creen que han logrado bajar el ‘soufflé' catalán pero lo único que han hecho es convertirse en rehén de quienes intentan destruir nuestros sistema de libertades. Ha claudicado de la peor manera ante las exigencias de los partidos independentistas y está desarbolando la Constitución día sí y día también. Añadan a esta situación la insoportable actitud del PP negándose a la renovación de instituciones como el Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional. Y nos encontramos con la cuadratura del círculo.