Desde aquel «lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a ocurrir» del rey emérito –y hasta es posible que desde antes–, el reconocimiento de un error, y qué decir de la pretensión de hacer autocrítica, no es más que una parte del error mismo, una manera de tranquilizar las conciencias y quedarse como si tal cosa. La primera vez, vale, pero cuando eres reincidente, el reconocimiento de que has errado o el llamamiento a la reflexión termina por perder credibilidad. Es como, por ejemplo, si un grupo de personas protestan contra un acto institucional y terminas por incorporar la protesta al acto institucional. Pierde valor el acto y la protesta porque todo termina siendo lo mismo.
Quizá haya llegado la hora de desmitificar algunas frase vacías, como «es hora de hacer una reflexión» o «conviene que hagamos autocrítica» porque esas frases, de tan vacías por utilizadas, pueden terminar siendo lo más parecido a un oxímoron. Eso vale para todos los ámbitos de la vida, desde luego para el de la política (donde muchos debates en un Parlamento serían difíciles de distinguir de una obra de teatro en la que se representara un debate en un Parlamento) y también para el del periodismo, tan dado a proclamas sobre la necesidad de debatir hacia dónde va sin moverse del sitio. Sí, igual todo es producto de la cultura católica, o de una cultura católica mal digerida o interpretada.
Los niños de mi generación (digo los niños porque no puedo ponerme en el lugar de las niñas de los años sesenta del siglo pasado) descubrimos la comodidad de la confesión. Ya podías relatar aventuras varias en el confesionario que todo terminaba con un yo te absuelvo. Ya pasó el tiempo de las medias tintas. Sólo queda actuar. La primera vez vale, pero cuando, siempre un error viene seguido de disculpas éstas terminan formando parte del error. Y todo es lo mismo.