Hasta entrado este siglo, la pequeña isla africana de Boa Vista tenía el raro récord de que dos de cada tres de sus oriundos habían emigrado al primer mundo en busca de un futuro imposible en casa. En 2008 apenas había cuatro mil habitantes y casi ninguna actividad económica: sin recursos naturales, con poca agua y dimensiones diminutas, había hambre. Con muy pocas carreteras, casi sin coches, sin hospitales, sin infraestructuras, la vida era tan relajada como miserable. Tal vez estaban incluso un poco peor que en el resto de las islas que conforman Cabo Verde, la antigua colonia portuguesa de solo medio millón de habitantes.
Sin embargo, en ese año se abrió el aeropuerto internacional y también el primer gran hotel de Riu, para casi dos mil clientes, con lo que su situación dio un vuelco. En una década Boa Vista había llegado a los dieciocho mil habitantes. Aún hoy sigue habiendo pobreza, pero se debe sobre todo a la llegada constante de inmigrantes de otras islas que, incapaces de pagarse un alquiler, se alojan en chabolas, mientras encuentran empleo. Persisten las penurias porque el drama de la isla era extremo, pero los caboverdianos habían encontrado en el turismo su salvación. Hasta marzo de 2020.
La pandemia de coronavirus obligó entonces al cierre total de los cuatro hoteles de la isla, todos de propiedad mallorquina. Los turistas se marcharon y los trabajadores se quedaron con un salario que era apenas el treinta por ciento del habitual. La población cayó porque los inmigrantes retornaron. Los que quedaron pasaron hambre. Fue un año y medio terrible. Era una vuelta al pasado olvidado.
Un día, a mitad de pandemia, Tui movilizó todos sus autocares y furgonetas. Los vecinos, creyendo que volvían los turistas, aplaudieron emocionados hasta que supieron que sólo se llevaban la flota para un trámite burocrático. Aún había que esperar.
El siete de septiembre de 2021, todos los habitante la isla fueron al aeropuerto con cuanto instrumento musical encontraron: iban a recibir, literalmente llorando de emoción, al primer avión de turistas que llegaba tras la pandemia. La encargada de guiar el avión al aparcamiento besó el suelo cuando el comandante paró los motores. Boa Vista celebraba el retorno de los turistas.
Hoy, la vida se ha normalizado. Hoy, de nuevo, Boa Vista son dos mundos en paralelo: la pobreza de los nativos y el ocio opulento de los visitantes. Es un contraste muy irritante, por lo menos para mí. Los mismos que por la mañana salen de sus casas precarias y cogen un viejo autobús en una parada de tierra para comparecer en su puesto de trabajo en el hotel, han de poner carteles diciendo «Caution, wet floor» en el paseo peatonal que discurre entre los jardines tropicales junto al mar y que conduce a las piscinas del hotel; el mismo caboverdiano que sabe que en su isla no hay donde parir un hijo, porque no hay hospitales, atiende los spas más lujosos del mundo, donde los visitantes reciben masajes relajantes; los que miden la comida en sus casas, porque nunca alcanza, sirven los bufets libres a europeos que se ceban y que después han de correr para quemar los excesos; los que viven en medio de basurales, porque en la isla no hay cómo tratar los residuos, ponen cucharillas de madera para el café de los turistas, de modo que así, después de seis horas de avión y tras recorrer la isla en cuatro por cuatro, puedan tranquilizar su conciencia ecológica.
A mí me choca esta tremenda locura: los unos viven en la miseria por el pecado de haber nacido en el paraíso y los otros, cartera llena, van por el mundo con su rollo de la no discriminación, la igualdad y la sostenibilidad, que son la anestesia que les permite convivir con estas distancias humanamente dolorosas.
Nadie en Boa Vista cuestiona el turismo porque nunca aquí se había podido comer; la actitud del trabajador es como la del mallorquín de los sesenta: colaborador y amistoso. Y esperan más. Más hoteles, claro. Ya hay complejos en obras porque hay playas y playas vírgenes. «Grabad en los ojos estos arenales», les dice a sus hijos la empleada de uno de los grandes turoperadores, «porque no durarán muchos años». No se sabe si lo lamenta o lo celebra, puesto que lo segundo supone bienestar. Porque es verdad, aquí los hoteles traen esperanza. ¿Cómo conseguir que esta expansión se frene en los diez o quince hoteles? Nadie en Cabo Verde lo entendería. Por eso, los políticos ponen alfombra roja a quien traiga más europeos para que, con el culo mojado dentro de una piscina, puedan beberse un whisky mientras peroran sobre la pobreza en el mundo.