Black kkYo entiendo que la gente tiene que vivir de algo, ha de ganarse la vida y eso, en demasiadas ocasiones, no es más que una molestia para el resto. Ocurre con los dichosos bares –hay claramente una burbuja que nadie quiere pinchar–, con sus terrazas, el fútbol y el alboroto nocturno. Y ocurre con el comercio. Así, en general. Demasiadas tiendas vendiendo demasiadas cosas, el noventa por ciento innecesarias. Y la cumbre de ese despropósito consumista se alcanza el Black Friday, que ha pasado de ser un asunto interno norteamericano –con ofertazas de verdad– a una simple fiesta universal en la que la diversión está en sacar la tarjeta de crédito y hacer que eche humo. El mismo humo que esa fiesta deja como rastro después. Sí, porque el maldito viernes es la jornada más cara del año en términos de contaminación. La ridícula moda de comprarlo casi todo on line ha sacado a flote otro negocio antes en declive: el transporte de envíos a domicilio. Sea por la pandemia o por la cruzada inmisericorde de publicidad en las redes sociales, lo cierto es que la compra por internet es una tendencia que seguramente ha llegado para quedarse. Desde un perrito caliente –que llega casi frío–, un ramo de flores, unos simples auriculares o unas bragas sexies... toda clase de objetos vienen desde el bar de la esquina o desde la lejana China. Y todo... en vehículos contaminantes y en paquetes que también suponen un nuevo quebradero de cabeza. A ese pico de emisiones provocado por el Black Friday tenemos que añadir las toneladas de plástico, cartón y papel que se desperdician en el empaquetado. Por eso faltan esos mismos ingredientes en los medicamentos que ahora escasean: no hay papel y cartón suficientes en el mundo para tanta fiesta.
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