Hay que ser tonto para hacerse empresario. Es contraer mucha responsabilidad social, jugarse el patrimonio y exponerse a todo tipo de impuestos e inspecciones. Además, hay que saber adaptarse a la ley del mercado y a los desafíos de la competencia. Es una profesión de alto riesgo, cerca de la ruina y la locura. No hablemos de los autónomos, exprimidos hasta la médula por el Estado, esclavos de sus clientes y de las cotizaciones. Tampoco están mejor los empleados, sujetos a la presión de la empresa, expuestos a despidos improcedentes y a la precariedad. Además, los gobiernos fomentan los subsidios, así que «para qué trabajar, si ganamos más sin hacer nada y con cuatro chapucillas», como me comentó este verano el solitario y atribuladísimo camarero de un chiringuito granadino. Lo mejor es hacerse funcionario, con plaza asegurada, horario fijo y moscosos en el calendario. Para eso sí vale la pena estudiar una carrera. Si se consigue la plaza, uno lo puede dar todo, o muy poco. En Hacienda incluso dan bonos por los resultados de las inspecciones, unos extras que siempre se negarán. Y si se obtiene una magistratura, también será posible ganar una jubilación anticipada en lugar de un despido procedente. Esto es lo que ocurre con el que fuera juez Penalva y con el exfiscal Subirán, que cada mes ingresan una pensión superior a los 3.000 euros después de instruir con indicios de delito el ‘caso Cursach’. Sin embargo, los policías del grupo de Blanqueo que fueron sus subordinados están suspendidos de empleo y sueldo. Y es que entre los funcionarios también hay clases.
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