La ausencia física de Ernest Lluch no nos priva de su constante presencia intelectual, de su influencia en la política social española. El próximo 21 de noviembre harán veintidós años que ETA asesinó a Ernest Lluch. Para mí, su recuerdo es conmovedor y de gratitud. Venía a menudo a Baleares: tanto a nuestra universidad, donde impartió cursos de doctorado; como a Fornells, en Menorca, donde algunos veranos tenía alquilada una casa frente a la iglesia. Nos veíamos aquí, en Barcelona y en Santander, cuando él era rector de la UIMP. Se le echa muchísimo de menos: sus comentarios políticos, científicos, lúdicos, desplegando sabiduría y sentido del humor; te explicaba anécdotas que no sabías si creer, situaciones esperpénticas que decía haber vivido junto a personajes conocidos, mientras el resto de la mesa lo escuchábamos sin convencimiento pero con escéptica credulidad. Pero siempre aportaba rutas de entendimiento, sea cual fuere el problema que se tratase.
La importancia de su obra se ha reforzado. Lluch, investigador incansable sobre la economía del siglo XVIII, fue a su vez un gran introductor de la economía heterodoxa, a partir de su influencia en la editorial Oikos-Tau. Pudimos leer entonces, y gracias a su empuje, a Piero Sraffa, Joseph Schumpeter, John Kenneth Galbraith y, sobre todo, a Albert O. Hirschman, economista muy querido por Ernest. De hecho, le dedicó mucho espacio en otras revistas (en Claves de Razón Práctica, con una entrevista antológica que le hizo). Lluch me dio a conocer a Hirschman como fundamento teórico esencial para un economista. Esa visión heterodoxa de la evolución económica, a saber, que era posible el crecimiento económico sin tener grandes recursos básicos, con una perspectiva muy influida por los mercados pero también por las rupturas, fue crucial para diferentes programas de investigación. Su conocimiento sobre la economía valenciana (con polémica incluida con Joan Fuster) fue un referente en ese sentido. Su autoridad en pensamiento económico, imbatible.
Lluch fue puente sobre aguas turbulentas, en momentos difíciles, de los que a veces he podido hablar con su gran amigo Odón Elorza. Ernest sabía que lo matarían: en tal sentido, el testimonio que dejó a sus hijas es estremecedor. No quería velatorios, ni esquelas, ni que ellas estuviesen en organización alguna de víctimas del terrorismo, ni que utilizasen su apellido para conseguir empleos. Mireia, su hija pequeña, recogió este testamento vital de su padre, tal vez sin darle la credibilidad que Ernest le otorgaba, como si fuera una de sus exageraciones.
Pero además, y en los tiempos que hemos vivido y estamos viviendo, los fundamentos del sistema de salud español tienen la impronta de Ernest Lluch y de su equipo. Él, como ministro de Sanidad entre 1982 y 1986, batalló y consiguió establecer la sanidad universal y gratuita en España. Gracias a esto tenemos una sanidad pública que, con todos sus problemas, está considerada como de las mejores del mundo. Es de justicia recordar todo esto de Ernest –profesor, investigador y gestor público–, con un agradecimiento sincero que debería ir más allá de las siglas políticas.
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