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Adiós a Twitter

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Cuando uno paga 44.000 millones de dólares por una empresa, por muy loco que esté, lo que quiere es que funcione. Por eso no se entiende la deriva de Elon Musk al hacerse con la red social del pajarito azul. Sabíamos que este tipo es un negrero indecente, pero lo que ha hecho con la compañía no tiene nombre. Exigir a sus operarios trabajar horas interminables, fines de semana y noches enteras después de despedir a la mitad de la plantilla es exagerado incluso para los estadounidenses. La desbandada de empleados motu proprio antes de que el barco se hunda es, pues, motivo de alegría. Ante personajes como este, lo más digno es guardar silencio, dar media vuelta y largarse. Por mucho dinero que tenga. El dinero no puede comprarlo todo. Al menos no cuando el personal es altamente cualificado y esa valía profesional solo se consigue con estudios específicos y años de experiencia. Eso se paga. Y mucho. Lo harán otras empresas, sin duda, a pesar de la oleada de despidos en las tecnológicas. La otra cara de la moneda está en los usuarios. Muchos se despedían simbólicamente estos días por si la red se queda colgada ante la falta de personal que la atienda como es debido. Otros han migrado ya a otras redes, aunque no escasean quienes lloran lágrimas amargas por perder ese patio de vecinos en el que «viven» de la mañana a la noche espiando a los demás y lanzando controversias sobre las que discutir. Siempre he pensado que quienes son tan inverosímilmente activos en las redes es porque en la vida real no encajan, no tienen amigos a los que confesar sus penas. También los hay con mucho tiempo libre y quienes necesitan desesperadamente que se les haga casito. Y los que quieren venderte algo, que abundan.

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