C reo que nunca he conocido a un hombre con la autoestima baja. Los habrá, supongo, pero o lo esconden muy bien o no se han cruzado en mi camino. En cambio, apenas conozco mujeres que se pongan el mundo por montera. Todas –incluso las más exquisitas bellezas– atesoran complejos desde la infancia. No es raro. Mientras a los machitos se les anima en la niñez con palabras como «qué fuerte eres», «vaya cómo has crecido», «es más listo mi niño», a las chicas se les ponen límites: «No digas palabrotas, que pareces un marimacho»; «siéntate derecha, que te vas a encorvar»; «no comas chocolate, que engorda»; «hija, eres tonta si no sabes hacer esa ecuación»; «parece mentira que no puedas correr más deprisa»; «cuidado con los michelines...»
En fin, un rosario interminable. Porque las mujeres han sido, son y previsiblemente serán iconos de belleza. Nada más. No se les permite salirse de la talla, de la juventud, de la frescura, la inocencia, el ser el perfecto florero que acompaña a un hombre. Y eso, aunque parezca una exageración, se ha visto incrementado aún más con las redes sociales. Un estudio acaba de constatar que las mujeres son las que más sufren comentarios hirientes. Casi siempre proferidos por hombres. Y aluden al físico y al intelecto. Una versión digital del «¡mujer tenías que ser!».
El chiste está en que el perfil de tío que se dedica a hacer comentarios asquerosos sobre el cuerpo, el pelo, la piel, la forma de vestir, la cara, el gesto, la actitud y lo que sea de equis señora es un hombre de más de 45 años. Seamos claros, con autoestima o sin ella, la mayoría de quienes han superado esa edad dan más bien grima: calvos, viejos, con la dentadura destrozada, peludos, con barrigón y ropa fea. Y todavía creen estar por encima como para criticar a nadie.