La nueva ley de bienestar animal prohíbe algunas de las mascotas más populares en las familias españolas, algo que aplaudo. En general, siempre he pensado que el que acoge o compra un animal de compañía lo hace por motivos egoístas, puesto que no es una decisión a favor del bicho, sino del humano. Porque le provoca compasión, porque se siente solo, porque le gustan los animales, porque recuerdan con cariño aquel perrito que les endulzó la niñez. Por lo que sea, pero siempre para satisfacer necesidades emocionales propias. Por eso vemos cada dos por tres perros grandes, de razas que necesitan hacer ejercicio y marcar territorio, encerrados en un ridículo balcón. O gatas sin castrar que acaban pariendo una vez y otra porque sus dueños son incapaces de ponerse en su lugar. Y, el colmo, especies completamente ajenas al concepto de «compañía» metidas en una jaula, una caja, una pecera, para solaz de alguien que encuentra cierto placer en observar a una tarántula, una serpiente, un ratón o una rana. ¿Alguno de esos dueños de mascotas cree que ese bicho puede ser feliz o tener una vida digna en esas condiciones?
La reforma de la legislación pone un poquito de sentido común en esa alocada necesidad de compartir el hogar con toda clase de mamíferos, reptiles y aves, que al final no son más que un grandísimo negocio a costa del sufrimiento animal. En otros asuntos pincha, por desgracia. Era la ocasión perfecta para poner ese mismo sentido común y esa misma racionalidad ante la vida de los animales en torno a asuntos polémicos como la tauromaquia y los perros de caza, cuestiones que degradan a nuestra sociedad y que han quedado fuera de la ley. Lástima que unos bichos encuentren protección y otros no.