Hace ya años China inventó una nueva festividad en el calendario para celebrar la soltería. Al margen de la vertiente comercial del asunto, las estadísticas confirman que permanecer soltero es una opción vital en auge. Hay quien cree que es consecuencia del rampante individualismo –egoísmo lo llaman algunos– de la sociedad actual, donde lo que prima es la satisfacción de los deseos y cuanto más inmediatamente, mejor. Antaño se consideraba hedonismo y era patrimonio casi exclusivo de los hombres. Aquellos señores que disfrutaban del vino, la comida, los viajes, las mujeres y el arte. Nadie lo veía mal, al contrario, eran admirados porque solían acumular cierta sabiduría –gracias a sus prolongadas conversaciones de sobremesa y al tiempo que pasaban entre libros y museos– y su compañía resultaba gratísima. Pese a ello, eran un poco bichos raros y lo normal –o sea, lo que implicaba cumplir las normas no escritas– era estar destinados al matrimonio, la maternidad y la vida ordenada y previsible. Ha sido así durante siglos y hoy las nuevas generaciones –incluida la nuestra– han roto esa larguísima línea recta para abrazar otros estilos de vida, otros modelos de familia y de relaciones de todo tipo. Hemos adoptado parte de ese santo grial del hedonismo –ahora convertido en consumismo mainstream– para intentar «disfrutar» un poco más de la vida, que viene cargada de obligaciones y cargas. Liberarse pasa también por rechazar el matrimonio y el compromiso a largo plazo. Porque demasiadas veces, al cabo de un tiempo, la alegría de encontrar el amor se transforma en un pesado saco de obligaciones, horarios e imposiciones. Un remedo de aquellas vidas de tiempos pasados, estrechas y sin horizontes.
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