La mañana del último domingo de octubre que se retrasa la hora, es posible que te despierte la luz entrando a chorros por las ventanas. Y si vas todavía con el reloj interior (y no con el que habrás atrasado antes de dormir, en previsión de estar en pleno sueño cuando a las tres sean las dos), tal vez notarás más silencio que los días anteriores y hasta es posible que (además de la luz) te despierte el trino de pájaros. Si el día es soleado (y eso sucedió el domingo último) podrás notar una calle más tranquila que otras veces (al ser domingo, sin ruido de obras, entradas a colegios ni tráfico) y con menos gente de lo habitual. El primer momento de la mañana del día en que ha cambiado la hora, se pueden llegan a confundir los límites del espacio y del tiempo. Y parecer que todo va más despacio.
Un poco como aquellas jornadas del confinamiento, pero con la gran ventaja de que no hay confinamiento y que puedes, por ejemplo, darte un paseo, comprar pan y periódicos, sentarte a desayunar en un bar y quizá alargar la ceremonia hasta la hora del vermú. Mientras llega esa hora, hasta es posible que vaya compareciendo la gente que habrá salido más tarde de casa porque quizá ha decidido dormir una hora más. La otra cara es la tarde. El primer domingo que se retrasa la hora sorprende ver anochecer antes. Pero eso ayuda a imaginar que hay más tiempo y podrás ir más despacio y sin prisas.
El objetivo de la humanidad a su paso por la Tierra tendría que ser ir más despacio. Hay debate sobre si los cambios horarios (los dos del año) sirven para algo y si todavía tienen que ver con el motivo por el que, aparentemente, se pusieron en marcha hace varias décadas, y que fue el de ahorrar energía. Quizá, en general, se ahorraría mucha energía (interior) yendo por la vida con el horario de invierno, más despacio y saboreando más de un día la bola extra de esa hora de más.